martes, 27 de diciembre de 2016

“No me rindan culto de palabras, ríndanme culto de obras”

Cubadebate publica las palabras de Eusebio Leal al discutirse el proyecto de ley sobre el uso del nombre y la figura del compañero Fidel Castro Ruz, en la Asamblea Nacional.

No crean que resulta fácil en una sesión como esta y ante un dictamen de ley y una ley como la que vamos a analizar, y que como dice el Presidente Don Esteban, hemos leído, estudiado y analizado, emitir otro juicio. No estamos ante el análisis de unas palabras cualquiera, sino ante la voluntad póstuma de una de las grandes figuras de la Historia.
Y ante esa voluntad expresada de manera contundente a su amado hermano y a sus familiares, y que quedan como un legado ante el mundo el retrato y el perfil de un revolucionario verdadero, no tenemos otra cosa que suscribirla con la convicción profunda de que ese es su pensamiento y su legado.

Tenía confianza absoluta en el triunfo de las ideas, y creyó que ellas eran el mejor legado; tenía una convicción profunda en la unidad, y del concepto magistralmente expresado en el momento quizás más maduro de su pensamiento político estaban detrás de ese concepto las experiencias que hicieron de él el autor de la unidad nacional. No podemos olvidarlo.
Cuando él miraba el pasado, miraba el sacrificio de los precursores, que no lograron alcanzar jamás su victoria, porque no la alcanzaron; pensaba en los que solitariamente se levantaron y perecieron sin alcanzarla; pensaba en aquel dramático 27 de febrero de 1874 en que, víctima de la desunión y quizás de la traición, fue sacrificado el Padre del Patria; pensaba en Mariana (Grajales), muerta en el exilio, madre de una nación; pensaba en la obra inconclusa de los que se atrevieron a luchar en el 68, que pusieron en jaque al colonialismo para que al final, quebrantados por la desunión y por el combate fiero largamente sostenido, sucumbieron al empeño; pensaba que no pudo realizarse tampoco en el 78 y en el 79, ni en el 84 por idénticas razones, y que en el 95, con una guerra victoriosamente liberada, se frustraba todo al final. No ya por esa desunión, sino por algo mucha más grave y terrible, la sentencia anticipada por Martí en palabras breves: “impedir a tiempo”. No se pudo impedir a tiempo. Pensaba a los revolucionarios de los años 30, en los precursores de las ideas políticas, en los precursores más avanzados; pensaba en Mella, “muero por la Revolución”, mas lejos de la patria.

Todo esto le inquietó profundamente y le llevó a concebir un proyecto político que tuvo la virtud de alcanzar por única vez una victoria en este continente, y por primera vez en el mundo, de un pequeño puñado de hombres contra un ejército al que batió, golpeó y liquidó. Pensó en que antes y después en el poder había que galvanizar la Revolución en un Partido, que representara la unidad de un pueblo, de una nación, lo que Martí definió como el alma invisible de Cuba.

Después de haber logrado tan magnos objetivos y haber vivido largamente como ningún otro revolucionario que yo recuerde; después de haber visto desde el poder político de las clases más revolucionarias, la consolidación de la Revolución, su sobrevivencia a un asedio heroico y terrible; después de haber vivido todo eso y considerarse invicto, creyó que no era posible vivir más, y simple y sencillamente se fue.

Ahora nos queda un gran desafío. No podemos convertir en consigna, ni vaciar en bronce, ni en mármol, ni en palabras huecas, ni en alharaca, ni algarabía, ni en jolgorio su pensamiento. Durante nueve días el pueblo guardó un luto espontáneo. El que ordenó la nación fue solo el marco. El pueblo en masa fue por toda Cuba repitiendo su victoria y debo decir que, con su muerte, atravesó en el camino del adversario y en el de nuestras propias flaquezas, un enemigo terrible. Como lo fue en vida, lo será más allá de ella. Fue además un último y gran servicio a la unidad de la nación cubana.

Y debo decir que desde el alba hasta el poniente se hizo una salva de cañón, manteniendo en vilo a la opinión pública. Debo aclarar que solo ocurrió una vez en la historia de Cuba, cuando murió Máximo Gómez y se ordenó tal duelo para que se supiera que caía uno de los últimos grandes libertadores, si no el último del continente americano.

En la tumba de Máximo Gómez no se escribió ningún nombre expresamente, porque se dijo que todo cubano que llegase ante aquella piedra granítica debía saber que aquel perfil pertenecía a un libertador. Exactamente igual en la piedra de Oriente está un solo nombre, Fidel, que quiere decir fiel. Y cuando se evoca que en el glorioso cementerio Santa Ifigenia están enterrado los padres y precursores de la Patria, falta uno: Antonio Maceo. Está enterrado en La Habana, porque quiso el destino y la providencia, que para marcar el destino de la unidad nacional, Martí cayera en Oriente y Maceo en La Habana, y ese equilibrio marca muestra vocación y nuestro deber.

Yo pido a los diputados que no nos agotemos de ninguna manera en poner punto y coma en esto que está escrito. Cumplamos la voluntad de un vivo, no de un muerto. No me rindan culto de palabras, ríndanme culto de obras: que se levante la producción, que se levante el campo, que se levante el trabajo, que no nos avergüence el robo, que se sienta orgullo en nacer en esta República, que no emigren, que permanezca, que trabajen, que se unan, y entonces, estoy seguro que, como dice la canción, ese caballo blanco que ahora va descabalgado permanecerá eternamente y sobre él irá invisible pero cierta su figura.

Muchas gracias.

jueves, 22 de diciembre de 2016

Notas de un día

Hoy estuvimos en el ISRI, donde estudian los muchachos que serán diplomáticos. Me invitó Gerardo Hernández, que es vicerrector de ese centro de estudios. Tuve que ser un poco breve porque estamos en los preparativos del concierto de mañana en San Antonio. Pero fue muy gratificante una reunión con estudiantes universitarios que, por lo visto, son muy dinámicos y combativos. Este colectivo juvenil fue el primero en lanzarse a la calle el 25 de noviembre y avanzar hacia la  Universidad de La Habana, diciendo una consigna que prendió inicialmente en la Universidad y después en toda Cuba: Yo soy Fidel.

Antes de empezar tuve el gusto de compartir unos minutos con Danny Glover , su esposa y algunos otros amigos de Norteamérica, entre ellos un compañero (James Early) que conocí hace unos años en el  Museo Smithsonian de Washington. El hizo una anécdota que yo no recordaba: que allí, entre satélites y aviones, le había preguntado si tenían registrado al primer cosmonauta Latinoamericano y además descendiente de africanos: Arnaldo Tamayo. Para mi gusto este compañero me llevó hasta el sitio donde está la foto de Tamayo y se explica quien es.  La verdad es que me creció el aprecio por el Smithsonian, que ya lo tenía, cuando comprobé que nos hacía justicia.

Después, en el encuentro con los estudiantes, empecé con la primera canción que recuerdo haber escuchado cantar a mi abuela y a mi madre: El Colibrí. Años después, cuando ya me desenvolvía un poco con la guitarra, le agregué una armonía que me parecía correcta y con tal acompañamiento la canté infinidad de veces, primero en el ejército y después a mis amigos. Mi madre la cantaba conmigo y quienes la aprendieron, como Frank Fernández, asumieron aquella armonía como la natural. Tiempo después descubrí que en Nicaragua, Venezuela y otros países del Caribe había versiones parecidas del mismo texto, con pocas variantes. Siempre he pensado, aunque no tengo la evidencia, que se trató de un poema del siglo 19 que algún trovador musicó.

La segunda canción fue Historia de las sillas, una de las mías que distingo, entre otras razones porque la vida me demostró que lo que se me ocurrió hace tantos años era cierto. Todas las líneas de esa canción me han sucedido. Y sigo pensando que, a pesar de las tormentas y las soledades, vale la pena tener canción y compañía. Igualmente he seguido viendo que el devenir va mostrando una silla tras otra, hasta que la naturaleza te sienta en la última, pienses tú lo que pienses.

La tercera canción fue Tonada del albedrío, y la hice como la ideé, medio instrumental, aunque en este caso con solo mi guitarra.

Pregunté si querían alguna subversiva y, como noté un ambiente gustoso, la cuarta fue Viene la cosa, que me quedó aceptable. Lo digo porque desde que la hice he tenido alguna dificultad en cantar la melodía y a la vez puntear un contracanto, por supuesto sin abandonar la síncopa del bajo. Como muchas veces en la música, lo que hay es que no pensarlo sino hacerlo.

De pronto la tatagua fue la quinta, y me acordé que la puse aquí en el blog, en los días que la hice. Por cierto, entre el público estaban Arlen y Yamirys.

Pequeña serenata diurna, breve, como la versión original, fue la quinta canción. Y la sexta fue Ángel para un final, porque me la pidieron (y la tenía en dedos, ya que hoy la pasé con el cuarteto).

Al principio Gerardo nos puso a Danny y a mi un sello de lucha por Los Cinco que diseñó en la cárcel, cuando estaba en “el hueco”. Al final los estudiantes me dieron un diploma que celebra que siga siendo necio. El que pida más…

Son notas de un día --de un trovador, que es lo que soy.





La compañera de la derecha es Isabel Allende, Rectora del ISRI, y la joven creo que la presidenta de la FEU del centro.

Todas las fotos son de: Pepín, el Obrero.

martes, 13 de diciembre de 2016

¿Una sola China?

Por Guillermo Rodríguez Rivera

El recién electo presidente Donald Trump se ha quejado de que los Estados Unidos reconozca la existencia de una sola China, después de recibir una felicitación por su elección, proveniente del gobierno de Taiwán. El millonario Trump, según cable de la española agencia EFE, ha reaccionado críticamente ante la política de una sola China, que los Estados Unidos mantienen desde 1972.

Mr. Trump, que no es realmente un sabio en la historia de su propio país, seguramente ignora que la política de “una sola China” no es en modo alguno nueva para la Casa Blanca. En el mejor de los casos, está viviendo ahora una segunda temporada. En 1949 el Ejército Rojo había desalojado del poder al gobierno proyanki de Chiang Kai Shek. Los autodenominados chinos “nacionalistas”, se refugiaron en la isla de Formosa, con el auxilio de los Estados Unidos, que colocó allí su poderosa Séptima Flota, para mantener en esa porción del territorio chino, a un régimen desalojado del poder.

Pero no es solo eso: frente a toda lógica, la República Popular China, fundada en 1949 y que ocupaba todo el territorio continental de la nación, no pudo obtener el reconocimiento de Estados Unidos, que vetó durante 22 años la entrada de China en Naciones Unidas. Durante esas más de dos décadas, las autoridades norteamericanas creyeron en la existencia de una sola China: la que decía representar el corrupto gobierno de Chiang Kai Shek, refugiado en la isla de Formosa – también llamada Taiwán – con la protección de la Séptima Flota de los Estados Unidos.

La Casa Blanca reconocía a un régimen que gobernaba tiránicamente a unos dos millones de chinos, frente a los 1000 millones  que poblaban la República Popular, ya desde entonces el país más populoso del mundo. Era Taiwán la que detentaba el asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU destinado a China.

En 1972, al establecer  los Estados Unidos relaciones diplomáticas y comerciales con la República Popular China,  comprendieron el absurdo de negar el relacionarse con uno de los mayores mercados del mundo. Siguieron manteniendo vínculos de todo tipo con Taiwán, que China ha seguido reclamando como parte irrenunciable de su territorio.

Gobernada por el Partido Comunista que protagonizó su fundación, China emprende en 1978, bajo la dirección de Deng Xiaoping, las reformas económicas que consiguen un espectacular desarrollo de la gran nación. Las principales empresas capitalistas han llevado sus fábricas a producir en China. Allí consiguen productos de máxima calidad que se producen a un tercio del costo que tenían en Estados Unidos o Europa occidental, porque los trabajadores chinos, por igual trabajo, cobran un tercio menos que los norteamericanos, alemanes o ingleses.

Donald Trump se propone hacer regresar a los capitalistas estadounidenses a producir en su país, pero tendría que hallar empresarios denodadamente patriotas que se decidieran a perder millones de dólares con tal de dar empleo a sus paisanos. Eso, o darle subsidios tan generosos que quebrarían las arcas de los Estados Unidos.

El gran mercado chino sobre el que se lanzaron avorazados los Estados Unidos, es hoy la segunda economía del mundo y amenaza con ser, dentro de poco, la primera.

Los taiwaneses habían renunciado a llamarse China y estaban intentando bajar el nivel de enfrentamiento a la República Popular. ¿Volverán al combate apadrinados por el magnate inmobiliario?

Como en el caso del enfrentamiento a Cuba, Trump amenaza con ir al rescate de causas que se perdieron tiempo atrás. A ver cómo le va.                                                                                                                                                                 

miércoles, 7 de diciembre de 2016

Fidel Castro y la represión contra los intelectuales

Por Ignacio Ramonet

La muerte de Fidel Castro ha dado lugar -en algunos grandes medios occidentales- a la difusión de cantidad de infamias contra el Comandante cubano. Eso me ha dolido. Sabido es que lo conocí bien. Y he decidido por tanto aportar mi testimonio personal. Un intelectual coherente debe denunciar las injusticias. Empezando por las de su propio país.
Cuando la uniformidad mediática aplasta toda diversidad, censura cualquier expresión divergente y sanciona a los autores disidentes es natural, efectivamente, que hablemos de ‘’represión’. ¿Cómo calificar de otro modo un sistema que amordaza la libertad de expresión y reprime las voces diferentes? Un sistema que no acepta la contradicción por muy argumentada que sea. Un sistema que establece una ’verdad oficial’ y no tolera la transgresión. Semejante sistema tiene un nombre, se llama: ‘tiranía’ o ‘dictadura’. No hay discusión. Como muchos otros, yo viví en carne propia los azotes de ese sistema... en España y en Francia. Es lo que quiero contar.
La represión contra mi persona empezó en 2006, cuando publiqué en España mi libro «Fidel Castro. Biografía a dos voces» -o «Cien horas con Fidel»- (Edit. Debate, Barcelona), fruto de cinco años de documentación y de trabajo, y de centenares de horas de conversaciones con el líder de la revolución cubana. Inmediatamente fui atacado. Y comenzó la represión. Por ejemplo, el diario «El País» (Madrid), en el que hasta entonces yo escribía regularmente en sus páginas de opinión, me sancionó. Cesó de publicarme. Sin ofrecerme explicación alguna. Y no sólo eso, sino que –en la mejor tradición estalinista- mi nombre desapareció de sus páginas. Borrado. No se volvió a reseñar un libro mío, ni se hizo nunca más mención alguna de actividad intelectual mía. Nada. Suprimido. Censurado. Un historiador del futuro que buscase mi nombre en las columnas del diario «El País» deduciría que fallecí hace una década...
Lo mismo en «La Voz de Galicia», diario en el que yo escribía también, desde hacía años, una columna semanal titulada «Res Publica». A raíz de la edición de mi libro sobre Fidel Castro, y sin tampoco la mínima excusa, me reprimieron. Dejaron de publicar mis crónicas. De la noche a la mañana: censura total. Al igual que en «El País», ninguneo absoluto. Tratamiento de apestado. Jamás, a partir de entonces, la mínima alusión a cualquier actividad mía.
Como en toda dictadura ideológica, la mejor manera de ejecutar a un intelectual consiste en hacerle ‘desaparecer’ del espacio mediático para ‘matarlo’ simbólicamente. Hitler lo hizo. Stalin lo hizo. Franco lo hizo. Los diarios «El País» y «La Voz de Galicia» lo hicieron conmigo.
En Francia me ocurrió otro tanto. En cuanto las editoriales Fayard y Galilée editaron mi libro «Fidel Castro. Biographie à deux voix» en 2007, la represión se abatió de inmediato contra mí.
En la radio pública «France Culture», yo animaba un programa semanal, los sábados por la mañana, consagrado a la política internacional. Al publicarse mi libro sobre Fidel Castro y al comenzar los medios dominantes a atacarme violentamente, la directora de la emisora me convocó en su despacho y, sin demasiados rodeos, me dijo: «Es imposible que usted, amigo de un tirano, siga expresándose en nuestras ondas».  Traté de argumentar. No hubo manera. Las puertas de los estudios se cerraron por siempre para mí. Ahí también se me amordazó. Se silenció una voz que desentonaba en el coro del unanimismo anticubano.
En la Universidad París-VII, yo llevaba 35 años enseñando la teoría de la comunicación audiovisual. Cuando empezó a difundirse mi libro y la campaña mediática contra mí, un colega me advirtió: «¡Ojo! Algunos responsables andan diciendo que no se puede tolerar que ‘el amigo de un dictador’ dé clases en nuestra facultad... » Pronto empezaron a circular por los pasillos octavillas anónimas contra Fidel Castro y reclamando mi expulsión de la universidad. Al poco tiempo, se me informó oficialmente que mi contrato no sería renovado... En nombre de la libertad de expresión se me negó el derecho de expresión.
Yo dirigía en aquel momento, en París, el mensual « Le Monde diplomatique », perteneciente al mismo grupo editorial del conocido diario «Le Monde». Y, por razones históricas, yo pertenecía a la ‘Sociedad de Redactores’ de ese diario aunque ya no escribía en sus columnas. Esta Sociedad era entonces muy importante en el organigrama de la empresa por su condición de accionista principal, porque en su seno se elegía al director del diario y porque velaba por el respeto de la deontología profesional.
En virtud de esta responsabilidad precisamente, unos días después de la difusión de mi biografía de Fidel Castro en librerías, y después de que varios medios importantes (entre ellos el diario «Libération») empezaran a atacarme, el presidente de la Sociedad de Redactores me llamó para transmitirme la «extrema emoción» que, según él, reinaba en el seno de la Sociedad de Redactores por la publicación del libro. «¿Lo has leído?», le pregunté. « No, pero no importa -me contestó- es una cuestión de ética, de deontología. Un periodista del grupo ‘Le Monde’ no puede entrevistar a un dictador».  Le cité de memoria una lista de una docena de auténticos autócratas de África y de otros continentes a los que el diario había concedido complacientemente la palabra durante décadas. «No es lo mismo -me dijo- Precisamente te llamo por eso: los miembros de la Sociedad de Redactores quieren que vengas y nos des una explicación». «¿Me queréis hacer un juicioUn ‘proceso de Moscú’? Una « purga » por desviacionismo ideológico? Pues vais a tener que asumir vuestra función de inquisidores y de policías políticos, y llevarme a la fuerza ante vuestro tribunal. » No se atrevieron.
No me puedo quejar; no fui encarcelado, ni torturado, ni fusilado como les ocurrió a tantos periodistas e intelectuales bajo el nazismo, el estalinismo o el franquismo. Pero fui represaliado simbólicamente. Igual que en «El País» o en «La Voz», me «desaparecieron» de las columnas del diario «Le Monde». O sólo me citaban para lincharme.
Mi caso no es único. Conozco -en Francia, en España, en otros países europeos-, a muchos intelectuales y periodistas condenados al silencio, a la ‘invisibilidad’ y a la marginalidad por no pensar como el coro feroz de los medios dominantes, por rechazar el ‘dogmatismo anticastrista obligatorio’. Durante decenios, el propio Noam Chomsky, en Estados Unidos, país de la «caza de brujas», fue condenado al ostracismo por los grandes medios que le prohibieron el acceso a las columnas de los diarios más influyentes y a las antenas de las principales emisoras de radio y televisión.
Esto no ocurrió hace cincuenta años en una lejana dictadura polvorienta. Está pasando ahora, en nuestras ‘democracias mediáticas’. Yo lo sigo padeciendo en este momento. Por haber hecho simplemente mí trabajo de periodista, y haberle dado la palabra a Fidel Castro. ¿No se le da acaso, en un juicio, la palabra al acusado? ¿Por qué no se acepta la versión del dirigente cubano a quien los grandes medios dominantes juzgan y acusan en permanencia?
¿Acaso la tolerancia no es la base misma de la democracia? Voltaire definía la tolerancia de la manera siguiente: «No estoy en absoluto de acuerdo con lo que usted afirma, pero lucharía hasta la muerte para que tenga usted el derecho de expresarse».  La dictadura mediática, en la era de la post-verdad, ignora este elemental principio.

domingo, 4 de diciembre de 2016

El por qué de Fidel comunista

Por Guillermo Rodríguez Rivera

Una reciente información circulada por BBC Mundo, comenta una investigación de la estudiosa sueca Evilin Ling, de la Universidad de Lund, donde ella explica el por qué Fidel Castro, en 1959, había rechazado la idea de que se le considerara comunista y se calificara del mismo modo la revolución que lideraba. Según Ling “es posible creer que inicialmente Fidel Castro pensaba que Estados Unidos iba a respetar que Cuba quisiera hacer de sí misma un estado soberano e independiente”.

Quien conozca la historia norteamericana y las relaciones de esa nación con sus vecinos al sur, sabe que América Latina era vista por los Estados Unidos como su patio trasero. Dominaba las principales riquezas de esos países y había eliminado a líderes como Augusto, César Sandino, Antonio Guiteras y Jacobo Árbenz que habían intentado favorecer a sus pueblos afectando los omnipresentes intereses yanquis en el continente.

Esa historia la conocía perfectamente Fidel Castro. La había vivido Che Guevara, que estaba en Guatemala cuando la CIA derroca el gobierno de Árbenz por haber hecho una reforma agraria que perjudicaba al mayor latifundista de Centroamérica, que era la United Fruit Company. Fidel y el Che sabían que la reforma agraria cubana iba a provocar los mismos conflictos, como en efecto ocurrió.

Fidel actuó como si esperara la respuesta correcta, permisiva y civilizada de la administración Eisenhower-Nixon, que había derrocado a Arbenz para instalar en el poder a un tiranuelo impopular como Castillo Armas. Sabía que esa respuesta nunca llegaría. Eran los tiempos de la doctrina Truman, que había contribuido a la impopularidad del comunismo en Cuba. La otra parte de la responsabilidad de esa impopularidad, la tuvo el propio partido, que a fines de los años treinta se había aliado a Batista. Desde que derrocó y asesinó a Guiteras, Batista demostró ser un instrumento del imperialismo yankee en Cuba.

Fidel sabía, desde antes de triunfar la Revolución, que una afirmación de la soberanía y la justicia social en Cuba tendría que enfrentar los poderosos y múltiples intereses norteamericanos en Cuba.

Una reforma agraria no era una ley comunista sino antifeudal. La más radical que se hizo en América, fue obra del presidente Lincoln, al terminar la Guerra de Secesión y fue una reforma inevitable para el pleno desarrollo del capitalismo en los Estados Unidos. Pero lo que esa nación había hecho en su territorio no lo quería para América Latina.

A fines del siglo XIX se estructura el imperialismo: un capital financiero que entra sin control en países con menos desarrollo, se hace dueño de las riquezas naturales y termina dominando la política del  país. Fue lo que ya había visto José Martí en los numerosos años que vive en New York.

El 18 de mayo de 1895 está escribiendo una carta que no termina y que quedará inconclusa, porque al día siguiente una bala española le arrancará la vida. Iba dirigida a su fraterno Manuel Mercado, en México. Decía allí:

     ya estoy todos los días en peligro de dar la vida por mi país
     y por mi deber --- puesto que lo entiendo y tengo ánimos con
     que realizarlo --- de impedir a tiempo con la independencia de
     Cuba que se  extiendan por las Antillas los Estados Unidos y
     caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América.

Y precisaba Martí:

     Cuanto hice hasta hoy y haré, es para eso. En silencio ha tenido
     que ser y como indirectamente, porque hay cosas que para lograrlas    
     han de andar ocultas, y de proclamarse en lo que son, levantarían
     dificultades demasiado recias para alcanzar sobre ellas el fin.[1]

Fidel sabía a lo que iba cuando salió hacia Cuba en el yate Granma. Para mí, lo confirma que el médico marxista argentino Ernesto Guevara se enrole en esa expedición después de hablar unas horas con Fidel, y la llame “la aventura del siglo”.

Fidel siguió la cautela martiana. Fundamentalmente, para convencer al pueblo cubano, invadido por la propaganda anticomunista, que el socialismo era el único camino posible para la Revolución Cubana. Lo consiguió, aunque sabía que generaría también enemigos irreconciliables.

La estudiosa sueca Evilin Ling no tiene razón cuando afirma que el proceder del gobierno de los Estados Unidos inclinó a la Revolución Cubana a adoptar la ideología socialista. Fidel, Raúl, Che, Camilo, Almeida, estaban convencidos de la validez de esa ideología. La perspectiva socialista era también la de algunos intelectuales vinculados a esa vanguardia política como Antonio Núñez Jiménez y Alfredo Guevara.

Los gobernantes de los Estados Unidos fueron fundamentales para demostrarle al pueblo cubano que el camino socialista era el único que garantizaría la supervivencia de la Revolución Cubana.

El de 1960 fue un año de intensa lucha ideológica en Cuba. A partir del enfrentamiento del gobierno norteamericano a la reforma agraria cubana, que perjudica grandes intereses de empresas estadounidenses, la lucha ideológica va convirtiéndose en lucha política y armada.

Empiezan a aparecer grupos terroristas y los primeros alzados en las montañas del Escambray, nutridos por antiguos militares batistianos, terratenientes expropiados y dirigentes del II Frente del Escambray, que se oponen a la orientación socialista de la Revolución.

Desde antes de la oposición de los Estados Unidos, Fidel estaba decidido a seguir el rumbo socialista en Cuba. La oposición norteamericana a la Reforma Agraria resulta muy eficaz para convencer al pueblo cubano de la inevitabilidad de seguir ese camino, si la Revolución quería salvarse.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                   





[1]José Marti: “Carta a Manuel Mercado”, en Letras fieras , Letras Cubanas, La Habana, 1981, p. 137.